CRUZANDO EL ESTRECHO
Hemos dejado atrás Perú y el recibimiento en los primeros pueblos bolivianos no ha sido de los mejores, así que emprendemos nuestro camino a la famosa y turistica Copacabana con la esperanza de encontrar a gente mas afable. Las costas de este lado del lago Titicaca tienen mucho encanto, llenas de pequeños pueblos rodeados por cultivos de todo tipo a pocos metros de playas de agua cristalina. Detrás de nosotros la Cordillera Real y sus picos nevados. Al mediodía llegamos a San Pablo, separado de San Pedro y del resto del país por el Estrecho de Tiquina, que también divide el lago Titicaca en dos partes. Para cruzarlo metemos las bicis en una balsa de madera que transporta todo tipo de vehículos. La segunda parte del día se hace muy dura y el tiempo empeora. Llegamos a Copa salvándonos de una tormenta y buscamos donde pasar la noche. Encontramos un hostal muy bonito, La Casa del Sol, cuyos dueños son una familia muy simpática y amable. Tenemos sitio para las bicis y una cocina para nosotros, genial!
Pasamos un día en el pueblo paseando por sus calles repletas de restaurantes turísticos y tiendas de artesanía, dándonos cuenta de lo poco que nos gustan este tipo de lugares donde sólo importan las comodidades para el viajero pero donde los precios suben hasta tres veces lo normal. Lo único que merece la pena ver es la gran Catedral, famosa meta de peregrinajes. Varios días en semana, pero sobre todo los domingos gente de toda Bolivia llega hasta aquí para hacer bendecir su coche.
Al día siguiente tomamos el barco de las 8 y media que nos lleva a la Isla del Sol. Hay un bonito camino que la recorre de norte a sur en el que se visitan también unas ruinas y el lugar en el que nacieron el Sol y los dos primeros Incas, según la leyenda.
En unas tres horas estamos en la parte sur de la isla, pero decidimos volver al norte para dormir en el pueblo de Challapampa, que nos ha parecido más acogedor. Hacemos un camino diferente y mucho más bonito, pasando por unos pueblos muy pequeños y tranquilos. Llegamos a nuestro destino y nos acomodamos en un hostal que prometía agua caliente, pero que (como pasa muy a menudo) ni siquiera tiene agua. Ya cerca del atardecer la isla se queda casi completamente vacia y aprovechamos para salir a dar un paseo y para comer algo en el único bar abierto. Aquí no hay coches, ni ningún tipo de vehículo a motor, el único ruido son las olas del lago y unos niños jugando en la playa. Desde luego merece la pena quedarse una noche en este sitio. Además tenemos habitación con vistas al lago y por la mañana tenemos el lujo de ver el amanecer sin bajar de la cama...
Hay que volver al mundo real... Tomamos el barco y en Copacabana organizamos las cosas para tomar un bus a La Paz. En la plaza salen autobuses cada media hora. Subimos las bicis al techo de uno (los maleteros son muy pequeños) y rezando salimos hacia la capital. Una vez dejado atrás el lago, el recorrido no es de los más bonitos y, cuando empezamos a cruzar El Alto, nos alegramos de no haber hecho este tramo en nuestras bicis. Se trata de un pueblo en la periferia de La Paz, que en los últimos años ha crecido tanto que ya se ha unido a la ciudad. Las calles no tienen asfalto y el tráfico es lo más caótico que hemos visto nunca. La parte bonita viene ahora: desde el límite del pueblo se tiene una vista espectacular y muy impactante de todo el valle en el que se encuentra La Paz. Se distinguen claramente los edificios modernos y los rascacielos del centro, rodeados por una infinidad de casas que parecen trepar las paredes de las montañas todo alrededor. Cruzar el laberinto de estas calles no es tan difícil cómo podía parecer en un principio y encontramos fácil la casa de ciclistas, donde nos acogen Francisco (Chile), Ritxar (País Vasco), Solene y Guillaume (Francia).
Aquí nos quedaremos unos días para conocer todos los encantos de esta enorme ciudad .